sábado, febrero 07, 2015

Hacer las Américas (y IV)

Mi abuelo Antonio

Durante la guerra civil, la vida de la familia alternó la playa y la sierra. Vida sana a poco más de 30 km de las trincheras de Calahonda. La panadería siguió funcionando gestionada por el hermano de mi abuelo y mi padre ejerció de panadero a las órdenes de su tío; no era de extrañar que, a menudo, llegara un camión de milicianos a cargar pan para los soldados del frente. La época de la siega, la trilla y las almendras la pasaba en el Cortijo Merino (creo), cercano a Turón. El final de la contienda lo pilló recuperándose de una “broncolumonia” (bronconeumonía) que lo tuvo al borde de la muerte.
Mi abuelo recuperó sus tierras y reemprendió su vida de negociante: junto a la panadería levantó un molino, y en el empalme de Albuñol montó una alhóndiga (subasta de hortalizas). No sé si los dos negocios se iniciaron conjuntamente o primero fue el molino y después la alhóndiga; no iban a coexistir mucho tiempo.

Eran tiempos difíciles. Los agricultores que se dedicaban al cultivo de trigo o maíz tenían que declarar el monto de su cosecha al gobierno, el cual procedía a su requisa y el agricultor entraba en la escala de racionamiento como todo el mundo. No siempre era así; a veces sólo se requisaban los excedentes, teniendo los molineros la obligación de denunciar a quienes llevasen a moler más cantidad de la permitida. Por otra parte, el agricultor no disponía de dinero y pagaba la molienda cediendo al molinero una parte del producto (maquila), ya fuera en grano o en harina. Aunque era un método muy usado y legal, no he encontrado (tampoco perdí mucho tiempo buscando) si estaba regulado o si cada molinero establecía su cuota particular. La cuestión era que la mayoría de los agricultores pagaban a mi abuelo con la maquila; por eso, y porque mi abuelo escondía en sus almacenes los excedentes de producción de los agricultores amigos, estaba en riesgo de que cualquier día apareciera la Guardia Civil, embargase el producto y él fuera a dar con sus huesos en la cárcel. En cuanto mi padre hubo llegado a la mayoría de edad puso a su nombre el molino: de ese modo, si lo pillaban, las culpas caerían sobre mi padre y él podría seguir manteniendo a la familia. En los pueblos suele haber bastante sintonía entre los vecinos y las fuerzas del orden y éstas avisaban si la superioridad les daba la orden de llevar a cabo alguna inspección; cuando llegaba el aviso, toda la familia arrimaba el hombro y se apresuraba a esconder los sacos de trigo o harina entre los maizales. Hasta que pasó lo que tenía que pasar: por denuncia o chivatazo, la superioridad impidió un aviso a tiempo  y una tarde la pareja de la Guardia Civil se presentó en el molino y lo precintó junto al almacén. Por descontado, aquella noche mi padre durmió en el Castillo de La Rábita.

Lo que queda del molino

Con el tiempo (no mucho) el almacén abrió sus puertas y se utilizó para la venta de abonos minerales, fertilizantes e insecticidas, algunos tan mortíferos como el arsénico o el cianuro potásico. En ese almacén fue donde mi hermana y yo crecimos saltando entre los sacos de abono y esquivando hasta con la mirada los botes de veneno, de los cuales estábamos advertidos que no debíamos tocar, oler y mucho menos acercarnos a la boca.
El molino, sin embargo, no volvió a abrir al público; sirvió para guardar el coche de mi tío José y, más tarde, el Biscúter de mi tío Manolo. Y para acumular mierda…
La alhóndiga continuó, pasó a mi padre por herencia y aún pervive; en 1974 se fusionó con otras pequeñas empresas del ramo y juntas formaron Agruportícola, S.A. que compite como puede con las más poderosas, ubicadas en El Ejido y Roquetas de Mar.

Mi abuelo no emprendió más negocios, pero las primeras luces del alba lo solían sorprender camino de la Media Legua en dirección a la cortijada donde mi tía María tenía sus tierras; en una bolsa de tela llevaba un cuscurro de pan, un trozo de longaniza y unos dientes de ajo; en una calabaza, agua para el día. Otro instrumento lo acompañaba siempre: la cinta métrica. Cuando algún propietario decidía que había llegado el momento de su jubilación, repartía sus pertenencias entre sus hijos; mi abuelo era invitado a hacer de juez entre los hermanos, valorando las tierras, las casas y todo lo que formase parte de la herencia, procurando igualar el valor de las partes que se formaran. También  eso acabó sustituyéndolo mi padre.
Por entonces surgió el boom del cultivo de hortalizas en El Ejido y Roquetas y mi abuelo se trasladó a esta última localidad para gestionar unos cuantos trozos de tierras que habían comprado sus hijos… Hasta consiguió arrastrar a mi abuela. Influenciado quizás por sus años en Argentina, siempre se refería a Roquetas de Mar la llamaba Caracas.
La edad lo obligó a retirarse en 1973; tenía 84 años.

Bibliografía:
Francisco Antonio Linares Maldonado. El primo Antonio de la tita Adelaida.
Flora Linares Linares. La tita Flora.
Juan Manuel Linares Linares. El tito Manolo.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio