jueves, agosto 11, 2011

La peseta del sello

Si no recuerdo mal, fue Lavoisier quien enunció la Ley de Conservación de la Materia, la cual, a los menos entendidos en física, nos ha llegado formulada como “La materia ni se crea ni se destruye; únicamente se transforma”. No se puede decir lo mismo de las familias. La familia se crea, a veces se destruye y, con el tiempo, siempre acaba disgregándose en grupúsculos que dan inicio a un nuevo ciclo.
Mi abuelo Antonio creó una familia. Una vasta familia aunque necesitara para ello de tres esposas. ¡Ojo! Ni era musulmán ni macho ibérico. Las tres esposas se sucedieron una a otra respetando las leyes de Dios y de los hombres: quiero decir que cada una de ellas esperó pacientemente a que su predecesora pasara a mejor vida.
De la primera generación ya quedan menos de la mitad de sus miembros y, si bien físicamente se encuentran en condiciones, su edad no apunta hacia un futuro muy productivo (familiarmente, se entiende); entre los tres suman casi 260 años.
De la segunda generación estamos todos, excepción hecha del primo Cristobicas que no llegó al parvulario. Los hay con el pelo blanco, los hay sin pelo, los hay melenudos e, incluso, hay alguno al que nunca he visto el pelo (efectos de la disgregación, que no mantiene el contacto familiar más allá de los primos hermanos). La mayoría todavía damos el pego y hemos hecho bien nuestro trabajo (yo, algo menos) para que los descendientes del abuelo se perpetúen.
No se puede seguir hablando de lazos de sangre sin pasar la vergüenza de reconocer que, a partir de la tercera generación, apenas conozco a mi familia. Somos muchos, es verdad; estamos dispersos por media España y parte del extranjero, es verdad; pero también es verdad que no nos hemos esforzado mucho para acercar las distancias. La semana pasada se casó la hija de mi primo Antoñico, el del Cortijo, y no sólo la conocí a ella ese día; también conocí a su hermano y a un montón de primillos y primillas a los que no veía desde que eran muy pequeños o, simplemente, no había visto nunca.

Cuando uno se encuentra con miembros de la familia ya disgregados, se ablanda y, como casi no tenemos cosas comunes en la actualidad, echamos mano a recuerdos del pasado. Este día sacamos bastantes a la luz y de todos ellos teníamos una visión parecida. Sin embargo, mi hermana María rememoró una anécdota que yo creí aclarada. Sucedió en 1960. Mi primo Manolico, el del Cortijo (hermano de mi primo Antoñico), emigró hacia playa y se vino a casa de mis abuelos para preparar el bachiller. El maestro de mi pueblo no estaba para esas guerras e íbamos a dar clase con el maestro de La Rábita, pueblo situado a un kilómetro y pico hacia el oeste; mi primo estudiaba el primer curso y yo estaba por aprobar el ingreso. Formamos pareja; ni él vivía en casa de mis abuelos ni yo vivía en mi casa: cambiábamos de pensión cada día. Y cada mañana nos íbamos a clase juntos.
Lo he dicho muchas veces: mi pueblo, por o tener, no tenía ni estanco ni oficina de correos ni teléfono ni nada que oliera a civilización. Hablando de correos, las cartas llegaban a través de Juanico el Cartero, titular del citado pueblo vecino y, por casualidad, pariente de mi abuelo. Juanico repartía la correspondencia a la hora de la siesta; no porque tuviera manía a quienes descabezaban un sueño a mediodía sino porque la Alsina Graells Granada-Berja, que era la que traía las sacas de la correspondencia, pasaba sobre la una y primero tocaba el reparto en La Rábita. Juanico aprovechaba el viaje y recogía las cartas que le entregaban para enviar, pero si alguien tenía necesidad de echar una carta al correo y no lo veía pasar, no le quedaba otro remedio que darse un largo paseo para depositar su carta en el buzón.

Una mañana mi padre nos dio una carta con el encargo de echarla al correo. También nos dio la peseta para que le pusiéramos el sello correspondiente. No sé qué pasaría pero lo cierto es que aquella carta no llegó a destino y mi padre nos preguntó si no se nos habría olvidado echarla.
- A la hora del recreo fuimos al estanco de Juan Valverde (no había otro), compramos el sello y echamos la carta en el buzón.
Tampoco sé si en broma o en serio mi padre sentenció:
- Seguramente que éstos se han gastado la peseta y han roto la carta.
Y así fue como quedó la historia. Lo cierto es que mi primo y yo no pusimos ningún empeño en rebatir la historia: al fin y al cabo siempre cargábamos con las culpas y, lo reconozco, la mayoría de veces con razón. Sin embargo, cuando mi hermana María dijo:
- ¿Os acordáis cuando os mandaron a echar una carta y os gastasteis la peseta?

¡Coño, no! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Ya sé que el delito prescribió hace tiempo y que me hace gracia recordar las trapalias de ni niñez pero, hombre, una vez que hice una cosa bien, también me gusta que se me reconozca.
- ¡Que no! Que en el recreo de las 11 fuimos al estanco de Juan Valverde (también pariente de mi abuelo), compramos el sello, lo pegamos en el sobre y fuimos a casa de Juan Linares a echar la carta en el buzón. El resto es leyenda.
- ¿Ah, sí? Pues estaba convencida que os habíais gastado la peseta.

Espero que las cosas hayan quedado claras, aunque no confío mucho en que me crean ni siquiera ahora que tengo edad para pasar por persona seria. Es cuestión de fama o “prestigio”.

2 comentarios:

A las 13/8/11 12:03 , Blogger alvarhillo ha dicho...

Es decir que durante todos estos años cargasteis con la fama sin saberlo ni merecerlo. Como dice mi Pilar "que bueno que haya niños y animalicos pa echarles las culpas"

 
A las 15/8/11 14:21 , Blogger Quiosquero ha dicho...

Éramos inocentes de aquel delito y culpables de otros muchos que nunca verán la luz.

 

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