domingo, mayo 22, 2011

Amistades peligrosas... para los demás

No ha mucho que contaba una batallita alimenticia en la Residencia Sanitaria Valle Hebrón de Barcelona. Había ingresado de urgencias por mor de una muela del juicio que llevaba más de un año amargándome la existencia. La habitación que me asignaron era una comuna para seis personas y sus respectivas familias; quiero decir que, salvo en los momentos en que los fumadores (pacientes o familiares) nos íbamos a la Sala de la Gran Fumata, en la habitación podía haber 12 ó 15 personas charlando amigablemente, cada uno desde los alrededores de la cama que ocupaba el enfermo titular.

El día que yo entré, sólo éramos tres las personas que residíamos en la comuna, pero al día siguiente entró un nuevo vecino y, por la tarde, otro. El sexto llegó el sábado y fue al que le mangué la paella. Mi personaje de hoy es el quinto según el orden de ingreso. De mi altura, más o menos, pero más ancho que largo. Ancho de hombros, quiero decir. Marinero en su primera juventud, últimamente trabajaba como portero y vigilante del orden en un puticlub nocturno. Para postre, era de un pueblo situado a 14 kilómetros del mío y la empatía mutua se hizo notar. Quiosquera es una nostálgica de los detalles masculinos para con las mujeres y, cuando se enteró de que mi paisano llegada cada día al alba a su casa con una rosa para su mujer (cosa que yo no había hecho nunca), empezó también a encontrar simpática y agradable a la pareja.

Mi amigo contaba alguna que otra peripecia de su vida de marinero y su especialización en artes marciales, la cual cosa le había abierto el camino a su actual empleo.
- De soltero hice de todo –nos decía-, menos engancharme o traficar con droga; había visto a marineros, tíos como castillos, babear por los efectos de la droga o llorar como niños pidiendo una dosis y dije que a mí no me pasaría eso. Aprendí mucho por esos mundos de Dios, sobre todo que hay que marcar terreno si quieres que te respeten. Cuando me casé me fui a vivir a Verdún; la familia me dijo que estaba loco, que allí vivía muy mala gente. A mí me daba igual. Me acuerdo que el primer día que dormimos en el piso aparqué mi 850 debajo de casa y dejé las puertas abiertas. Claro, al otro día, me habían robado el radiocasete. Ésta se puso hecha una fiera y le dije: “Niña, tú no te preocupes. Veras como lo recuperamos”. Me enteré donde se reunían los mangantes del barrio; era un bar y aquella noche me presenté allí; a hostias saqué a la calle al que parecía el jefe. Al otro día mi 850 llevaba el mejor radiocasete de Barcelona; y podía dejar las puertas abiertas, y hasta la llave puesta, sabiendo que no me lo iba a tocar nadie. Allá donde vayas has de hacerte respetar. Desde entonces, ellos en su sitio y yo en el mío; ellos me respetaban a mí y yo a ellos. No volví a tener un solo problema.

Nos contó que una muela le estaba saliendo atravesada y se la tenían que sacar pero, como aún no le había roto, le pondrían anestesia total porque debían abrirle la encía. Quiosquera, que a veces parece la Madre Teresa, le preguntó:
- ¿Te han hecho análisis de sangre?
- No, ¿por qué?
- Hombre, antes de una anestesia general suele ser corriente hacer un análisis de sangre y una radiografía de tórax.
- ¿Es que puede pasar algo?
- Normalmente, no; es una manera de asegurarse.
El médico pasó el sábado por la mañana para decirnos que el lunes nos metía mano; primero a mí y luego a él. Me dijo que probablemente me darían anestesia general y así aprovechaba para quitarme una muela que no me había salido y que, seguramente, no me saldría nunca, pero era una forma de evitar futuros problemas. A mí tampoco me habían hecho análisis y Quiosquera le chivó que hacía unos años había tenido una angina de pecho.
- ¡Uy! Entonces, no. No vayamos a fastidiarla.
Mi paisano tomó nota.
- Oiga, no me han hecho análisis de sangre ni nada.
- ¡Vamos, hombre, no te preocupes! Sólo te daremos la mínima expresión.

El domingo por la tarde tuvo visitas. A casi última hora llegaron dos pavos: un armario sin un gramo de grasa y otro más chiquitillo pero que daba frío mirarlo. Trajes de colores, camisa blanca sin corbata y gafas de sol. Charlaron de forma distendida y muy animada. A la hora de despedirse se pusieron serios.
- Ya sabéis lo que hay que hacer –dijo mi paisano-.
- Tú no te preocupes; si algo saliera mal, sabemos su nombre y dónde trabaja. Tranquilo.
Y salieron pisando fuerte.

El lunes no ocurrió nada extraño. Yo, que habría preferido anestesia general, las pasé más putas que Caín aguantando con la quijada bajera el peso de un tío que trataba de romperme la muela con un taladro. Por si fuera poco, me dio por imaginarme qué pasaría si al fulano se le resbalaba la máquina de taladrar y por dónde me saldría la broca. A mi paisano le dieron una anestesia general tan justa, tan justa, que al final tuvieron que atarlo con correas a la camilla para que no se moviera mientras finalizaban la operación casi a lo vivo. Sea como fuere, no palmamos ninguno de los dos.

Cuando dejé el hospital nos dimos la dirección y el teléfono. Los perdí y ahora ni siquiera me acuerdo de su nombre. Pero muchas veces, últimamente sobre todo, me he acordado de él. Hay amistades que deberían mantenerse eternamente: es una forma de ir por la vida sabiendo que cualquier mala persona que se cruce en tu camino no se atreverá a tocarte un pelo… O pagará por ello.

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